Este domingo, el mundo se despide de uno de los grandes arquitectos de la literatura en lengua española. Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura en 2010 y figura capital del Boom latinoamericano, falleció en Lima a los 89 años. Lo hizo como vivió: acompañado de sus palabras, su familia y la convicción inquebrantable de que la literatura podía —y debía— ser una forma de compromiso con la libertad.
El anuncio lo hicieron sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, quienes, a través de un comunicado, compartieron el deseo de su padre: no habrá ceremonias públicas. Sus restos serán incinerados en la intimidad familiar, como él quiso.
Mario Vargas Llosa: un legado literario y político que desafió su tiempo y marcó a generaciones.

Vargas Llosa deja tras de sí una obra literaria monumental, compuesta por más de veinte novelas, ensayos, obras de teatro y crónicas que moldearon el pensamiento crítico de generaciones enteras. Títulos como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo no solo retrataron las fracturas del poder y las tensiones sociales de América Latina, sino que también constituyeron una renovación profunda de la novela moderna, tanto en estructura como en densidad narrativa.
Su muerte cierra una era. Con él se va el último sobreviviente del cuarteto del Boom —junto a García Márquez, Cortázar y Fuentes—, ese movimiento que universalizó la narrativa latinoamericana y que colocó al idioma español en el centro de la creación literaria del siglo XX. Fue un hombre de letras, pero también de ideas: defensor del liberalismo político, férreo crítico de los autoritarismos de cualquier signo, polemista infatigable, y figura transversal que despertaba pasiones tanto por su obra como por sus posturas públicas.
En sus últimos años, Vargas Llosa eligió el recogimiento. Retomó su vínculo con Patricia Llosa, madre de sus hijos, y se refugió en los suyos. Hace apenas dos semanas celebraba con ellos su cumpleaños 89, rodeado de afecto, recordando anécdotas y visitando los escenarios de su juventud literaria: el Colegio Militar Leoncio Prado, el bar La Catedral, y las calles de Lima que una vez inspiraron sus páginas más intensas.
El Gobierno de Perú ha declarado duelo nacional. Arequipa, su ciudad natal, ondea sus banderas a media asta. La Real Academia Española, la Academia Francesa, y líderes políticos de diversas ideologías se han pronunciado destacando su talento, su rigor y su incansable defensa de la palabra escrita como trinchera ética.
Más allá de la ideología, de las controversias y de la exposición pública, Mario Vargas Llosa encarnó lo que alguna vez escribió: que la literatura no es evasión, sino insurrección. Su pluma desmenuzó la violencia, la corrupción, la opresión y también las pasiones humanas con una honestidad punzante.
La insurrección de la palabra como forma de libertad y legado eterno

Vargas Llosa fue, ante todo, un testigo feroz de su tiempo. Un cronista que no se contentó con describir la realidad, sino que la interrogó, la desmontó y la volvió a construir en sus ficciones. Supo habitar la contradicción, y desde ella levantar un edificio narrativo que será faro para las generaciones venideras. Su legado literario está intacto. Sus ideas, más allá de afinidades o disensos, nos obligan a dialogar con nuestro tiempo. Y su muerte, aunque biológicamente inevitable, no alcanza a silenciar su voz. Porque Vargas Llosa no se ha ido: habita en cada página, en cada lector que se atreve a preguntarse —como su personaje en Conversación en La Catedral—: ¿En qué momento se jodió el Perú?
Hoy, el mundo de las letras pierde a un gigante. Pero también gana el desafío de releerlo, de reinterpretarlo y, sobre todo, de no olvidar que la literatura, cuando se escribe con rigor y se lee con pasión, tiene la capacidad de cambiarlo todo.
Descansa en paz, Mario Vargas Llosa. Tu obra, como tu vida, fue un acto de insurrección lúcida contra la mediocridad del olvido.