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Marcha del 21M el grito ciudadano que sacudió al Gobierno
Artistas, gremios y miles de ciudadanos se unieron a la marcha con rabia y miedo. El clamor por seguridad expuso las fracturas del Estado y la desconfianza ciudadana.

“No queremos morir”: la marcha que puso a Lima de pie y al gobierno contra la pared

La rabia es el último refugio de un pueblo que ya no confía en nadie.

La tarde del viernes 21 de marzo, Lima vivió una de las jornadas más tensas y significativas de los últimos años. A las 5:00 p.m., tal como estaba previsto, miles de personas comenzaron a reunirse en la Plaza San Martín del Cercado de Lima, punto histórico de concentración ciudadana. La consigna era clara: exigir respuestas concretas ante la escalada de inseguridad que asfixia al país. Pero lo que se gestó fue mucho más que una simple marcha: fue un grito colectivo de hartazgo, un acto de resistencia y de memoria.

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La marcha del 21 de marzo se convirtió en el clamor más potente contra la inseguridad y la inacción del Estado

La convocatoria había surgido de forma espontánea en redes sociales tras el asesinato de Paul Flores, cantante de la agrupación de cumbia Armonía 10, a manos de sicarios. La indignación por su muerte fue la chispa que encendió una olla de presión acumulada por meses de violencia, extorsiones, robos y homicidios.

A la protesta se unieron gremios de transportistas, asociaciones de comerciantes, colectivos feministas, agrupaciones culturales y artísticas, así como ciudadanos de a pie que, hartos de vivir con miedo, decidieron alzar la voz. Algunos marcharon con carteles caseros, otros con pancartas impresas que decían:

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“¡No queremos morir!”, “El pueblo está solo”, “Boluarte y Congreso, la misma porquería”.

Figuras del mundo del espectáculo también hicieron sentir su presencia. Artistas como Tommy Portugal, Daniela Darcourt, Leslie Shaw, Jonathan Rojas y miembros de Corazón Serrano, Hermanos Yaipén y Grupo 5, estuvieron en la marcha. Algunos de ellos tuvieron que rectificarse tras haber anunciado inicialmente su no participación, aduciendo presiones políticas. El caso de Darcourt fue particularmente simbólico: tras una serie de mensajes contradictorios, acabó marchando con un mensaje claro: “Jamás me sentaré con este gobierno asqueroso, menos con un ministro delincuente.”

La manifestación avanzó por la avenida Abancay con destino al Congreso de la República. En el camino, la consigna “¡Perú se desangra!” resonaba con fuerza. En algunas zonas, como en las inmediaciones del Ministerio Público, se reportaron momentos de tensión entre manifestantes y la Policía Nacional del Perú, que formó cercos de seguridad. Hubo heridos: dos policías y al menos un civil, trasladado al Hospital Dos de Mayo.

En paralelo, en ciudades como Chiclayo, Ayacucho, Trujillo y Huancayo, también se llevaron a cabo marchas con un mismo mensaje:

Basta de violencia, basta de impunidad.

La participación de artistas, lejos de quitarle legitimidad a la marcha, le dio rostro y humanidad a la protesta. Tommy Portugal, por ejemplo, relató que ha sufrido cuatro intentos de extorsión, que ha tenido que limitar sus actividades y que incluso teme por su vida. “Los ciudadanos tenemos que pagar nuestra propia seguridad. Eso es conchudo. El Estado no está donde debería estar.”

La reacción del gobierno fue, como ha sido costumbre, tardía y defensiva. La presidenta Dina Boluarte, en vez de solidarizarse con las víctimas o atender los reclamos, acusó a “fuerzas oscuras” de querer desestabilizar su gestión. Algunos partidos intentaron incluso acercarse a los artistas para negociar su participación o desactivarla. El rechazo fue inmediato.

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“La vida es política”, decía un cartel. Y es que pretender que exigir seguridad no es un acto político es ignorar que la omisión también es una forma de gobernar. La ciudadanía ya no quiere que le expliquen lo que ocurre: quiere soluciones.

El Congreso acababa de censurar a Juan José Santiváñez, el ministro del Interior, tras una gestión marcada por la improvisación, la confrontación con la Fiscalía, y los pobres resultados en seguridad. Pero el clamor en las calles dejó claro que el problema no es solo un nombre: es un sistema.

¿Qué sigue ahora? Un cambio real en las políticas de seguridad requiere más que discursos. Se necesita una reforma profunda, una voluntad de escuchar y actuar. Y sobre todo, se necesita que el poder entienda que gobernar es cuidar.

La marcha del 21 de marzo no fue solo una respuesta al miedo. Fue una declaración de dignidad. Una ciudad que se planta frente al Congreso y dice “no queremos morir” es una ciudad que aún cree que puede cambiar su destino. Que a pesar de los muertos, la corrupción y el abandono, sigue dispuesta a luchar.

Y eso, en tiempos como estos, es también un acto de resistencia.

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